lunes, 21 de diciembre de 2020


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Lo único que nos dejó mi abuelo, fue una tienda quebrada y polvorienta de alquiler de cintas VHS. Desde que tengo memoria, nos sentábamos toda la tarde en las butacas que estaban instaladas tras el mostrador a ver un clásico de los que a él le parecían imprescindibles, esas películas que yo tenía que guardar en mi memoria o de otra forma no sabría cómo funciona la vida, o eso me decía él, mientras me llenaba la cabeza de la ultraviolencia de Kubrick o del cinearte bizarro y onírico de Lynch. Siempre he creído que la modernidad le resultó apabullante, y que llegado un punto se rompió su corazón análogo, su entusiasmo de coleccionista; el formato DVD lo sacó de su eje, y yo agradezco que se fuera con la dignidad de no haberse topado con Netflix.

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«Ya estoy viejo, no importa», dijo esa tarde, y me dio golpecitos en la espalda mientras yo cerraba por última vez, a mis catorce años, el candado de ese lugar escueto y olvidado. Con mi abuela siempre pensamos que cuando quebró, algo se rompió muy dentro de él. En sus ojos se asomaba apenas la añoranza, resquicios de ese amor al cine que fue el inicio de todo, empañado por el paso del tiempo y ese futuro gigante que lo aplastó y revolcó sin piedad ni espera en un mar de tecnología intimidante y exigente, la misma que lo puso en un sillón viejo y lo confinó a la inutilidad obligatoria, quitándole hasta el último suspiro un día de primavera.

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«Buena, disfrútala».

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Me gustan los días donde me piden una recomendación sincera, así como me caen en gracia las personas que alquilan mis favoritos. Esta chica ha venido cuatro veces en un mes, una vez a la semana, a pedirme películas de Tarantino. Si no estuviese hasta el pico de roto, la invitaría a salir solo por eso, pero mi realidad se limita a verla, admirarla con calculada indiferencia mientras ella se contonea hasta la puerta cargando una sonrisa en espera, dándome incluso unos segundos más a ver si me arrepiento de no seguirla hasta la salida y pedirle su teléfono. Pero no pasa. Ella me sonríe con ese dejo de últimas veces, suspira y sale por la puerta, dejando tras de sí mi soledad encapsulada, y el tintineo ligero de las campanitas junto al dintel. Dijo que su favorita hasta ahora era Pulp Fiction, y yo me reservé el derecho de hacer manifiesto que es mi favorita, porque me niego a usar el cine como treta de conquista igual que todos esos hueones que creen que porque saben un poco de arte, todo el mundo les va a chupar el pico. Me niego a ser así.

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Son las dos de la tarde y el hambre repiquetea en las paredes de mi estómago. Dejo rebobinando un par de cintas, tomo cinco lucas de la caja, y echo llave a la puerta cuando salgo. Hay una tienda de comida rápida vegana un par de cuadras mas abajo, y mientras camino y veo a la gente con atención desinteresada, termino descubriendo cosas que no quiero.

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Yo creo que todos cargamos con un piloto automático, ese que se activa cuando es imposible resistir el peso de las circunstancias, y nos mantiene vivos a costa de todo golpe o trizadura; ese piloto automático que parece distraerte de toda conjetura, conclusión y realidad, manteniéndote en un stand by mental en el que solo tus funciones básicas siguen intactas. Mi cerebro se apaga, mi pecho se encoge, y las náuseas hacen nido en lo profundo de mi vientre. Observo un par de segundos en los que soy incapaz de apartar la mirada, y mi cuerpo se tiñe de frío y fragilidad. El tráfico acaba cubriendo la desgracia de la cual estoy prendado, y me permite reaccionar.

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«No pasa nada», me digo.

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Camino a pasos débiles, llenos de duda y dolor.

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«Ya era, ya era…».

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Inspiro profundo, y el aire contaminado de la ciudad hace su mayor esfuerzo por devolverme la calma. La sensación de alerta es abrumadora, la ansiedad recorre mi cuerpo y siento que podría salir corriendo hacia cualquier lugar. Los recuerdos comienzan a rondarme como cuervos, y yo hago lo posible por no escuchar su voz, ni sus palabras calcadas, o sentir sus manos sobre mi piel.

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«Hola. Quiero una supreme vegana, porfa».

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Pido lo mismo de siempre, sin contratiempos. Siento que las lágrimas escocen intentando escapar, tanto como mi corazón se resiste a seguir acompañándome.

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«Mentiroso de mierda».

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Las palabras escapan de mi pecho y me dejan sin aliento. Siento como si hubiese tragado cemento tierno, y que a cada paso que doy se vuelve más sólido y pesado. Justo en el centro arden el rencor, la impotencia y la decepción, mezclándose como un solo malestar asfixiante. La ira en mi pecho se vuelve fuego, una llama que arde y flamea entre cada palabra en vano, quemando la inocencia y el exceso de empatía. Camino de vuelta, empuñando la bolsa de papel que llevo en la mano izquierda, apretando el vaso de Coca-Cola en la derecha. Quiero atravesar la calle y voltear su mesa, decirle a la cara, con la angustia desgarrándome la garganta, que jamás voy a perdonarlo; aunque sé que no le importa, porque jamás le importó.

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Avanzo y el corazón amenaza con galopar fuera de mi cuerpo. Quiero vomitar, llorar, y desaparecer, todo al mismo tiempo. Ruego que sea paranoia y no el peor de todos los escenarios que imaginé; tal vez ya se fueron, y puedo hacerme creer a mí mismo que no es real. Pero lo es. Espero el semáforo en rojo, de pie dando frente a sus sonrisas, que a lo lejos, atraviesan mi cuerpo como dagas en cicuta. Le veo acariciar su mano, y perderse entre la cortina espesa de su cabello lacio. Le sonríe, y cuando sus labios retozan sobre los de ella, se quiebra todo dentro de mí.

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Cruzo a pasos torpes y presurosos, mirando el suelo, el aire me falta. Vienen a mi cabeza los besos de cada mañana, esa sensación luminosa que me brindaba su presencia. Lo recuerdo todo, y es tan literal que ruego internamente, se detenga. El sentimiento que seguía cobijando en mi pecho se desintegra bajo el manto de la certeza. Me cuesta encontrar la llave correcta, y al hacerlo, corro a esconderme tras el mesón. Me dejo caer en una de las butacas, y empiezo a comer, la vista fija en la nada.

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Un bocado, dos, y siento la angustia amontonándose en mi nariz, explotando de una vez en llanto. ¿Alguna vez has intentado comer mientras lloras? Es tan doloroso como patético. No siento ningún sabor, no puedo masticar ni mantenerme de una pieza. Las lágrimas queman mi rostro, mi pecho se hace nudo, y ya no quiero más. Dejo a un lado mi comida y acabo abrazándome a mí mismo. La congoja me ahoga, se clava, rasguña. Todo mi cuerpo tiembla, se vuelve de cristal. Busco en mi billetera el pito que había guardado para la tarde, y lo prendo aunque el encendedor de jugo en el peor momento. La marihuana llena mis pulmones, descomprimiendo mi angustia. Mantengo el humo en el pecho y lo exhalo tosiendo. Sus palabras van y vienen, y vienen y van, y cuál me suena más a mentira. Ya no quiero escucharlo, pensarlo o extrañarlo. Fumo de nuevo y cierro los ojos, mi cuerpo se relaja y acabo tendido, mirando el techo, preguntándome por qué.

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El alivio me cobija en menos de dos minutos, y me permito olvidarme de todo una vez más. Nada pasó, nada fue real, nada importa tanto, de todas formas, era obvio que iba a pasar. «La gente no cambia, Laín», decía mi abuelo mientras veíamos La Naranja Mecánica, y ahora me hace sentido que ni todos los intentos del mundo cambian la esencia de nada. 

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